De tu muerte solo tengo periódicos, un poema bravo y fotografías. De tu mito, algunos robos personalizados de países que te reclamaban suyo. De tu leyenda, tu voz y la falsa masculinidad del bohemio amante, del rockstar criollo, que te concedió la inmortalidad antes de los 50 años cuando, en la Clínica Domínguez, tu hígado y tu corazón colapsaron debido al frenesí de más de 7000 canciones, de incontables madrugadas de tuétano ebrio entre cigarrillo, baretos, cerveza y licor. Te cortaste las alas, Ruiseñor, para que tu caída a la Tierra sea una herida magra, eterno nepente al desengaño de tu última conquista.
Tu primer hit fue al populismo cefepista, a manera de jingle. En el oído, ese sonido machachense guayaco del ánima suburbuna y popular, cayó como zapatero en 40, así, de improvisto. Y te fuiste paseado en yaravíes, pasillos, boleros y valses, requinteando el jilguero de tu voz, enamorando a todos quienes lagarteaban las noches en lágrimas cocodrilo, teorizando tu sensibilidad callejera, el boom de tu latido zumbido en rockolas, copitas de sucre, ninfas disfrazadas y maullidos desesperados en mares de tristezas, amarguras maracas a ritmo del llanto de una nube.
Vagabundeaste el continente, volando sin rumbo por la vida, golpeando bares, corazones y ataúdes, emborrachando las almas trágicas sin caldo de pollo o encebollado que les calme el chuchaqui de la mentira, del desamor, del destino. Nos convenciste de esa imposibilidad del puente musical internacionalizando al Ecuador, y te convertiste en alegría siempreviva en la garganta, zambullida antológica al corazón alucinado cuando tu voz transformo el vino en piel morena, y te bebimos largo y tendido sacramentando tu éxito en nuestras borracheras, en el júbilo dionisiaco, en la poética de tu candela desbocada de Guayaquil para el mundo.
De tu muerte, un libro de vida, de almas ahogadas, de muerte a pedazos, a instantes, para que tú, Ruiseñor, anides, como puñal puntas, en las buenas y malas horas, en las mujeres guitarras y los hombres botella, que buscan tu trinar en la sangre, tinta sangre del corazón.
Por Sebastián Vera
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