Mi mamá ya no deja su botella de vidrio azul con agua por las mañanas. No hay sol que la llene de esa energía que para ella, la estrella provee para iluminar y agigantar el agua en proporciones cósmicas. El cielo se arremolina en nubes grises, pinturas negras, caprichos. Los árboles sacuden sus ramas, como tiritando, y se dejan llevar por el vaivén de vientos helados que anuncian una lluvia hilada por la verdadera historia de la verdad, ese resuello de viejo mierda que simplemente no muere por el maldito gusto de seguir jodiendo.
En la calle todavía hay promesas. Pancartas descoloridas de un yuppie políticamente inmaduro, baches lunares, fanfarronerías de propaganda y silencio como condición provisional para la sobrevivencia en una jungla explotada, vacía de ideas aunque retromaniática, y justamente por esto, rufianesca en su oligocracia fraudulenta, concepción nacional que no ha sido abortada desde hace casi un siglo atrás. En las esquinas, en cambio, se concentra la vida de la élite social: basura clarificadora, figura política y ética del neoliberalismo.
En la digitalidad, crece y se agiganta la ilusión bastarda: aquella que invita a todos a ser felices en la tecnodiscursividad del filtro de la autarquía de las redes sociales o que presentan el alivio del desplazamiento del enojo y la angustia en tweets, posts, videos, audios o estados mosca de exigencia utópica sin la capacidad de transformación debido a la reiterada pendejada individualizada y narcisista que únicamente se ocupa de volvernos mesías banales.
Una selfie que nos salve de la catástrofe, que nos libre de la guerra, de la crisis, del futuro muerto del país del encuentro en el que sus ansiedades, miedos, manías, fobias, toman a la traición como meditación intempestiva del revival democrático de zombis que alivian sus bajos sueños en acciones superfluas, propias de esta peste llamada “política nacional” que no hace más que desplazar nuestra subsistencia sin ningún aporte original y nuevo. Una selfie reiterada, repetida, en shock… un retrato final a nuestra traición.
Y nos preservamos en la tradición, un laberinto iluminado desde la ironía cínica que desesperadamente busca la sinceridad, pero que tropieza una y otra vez con su falta de significado y de conexión. Y los espectros de lo que podemos (¿o pudimos?) ser se enganchan de fantástica ceguera: solo podemos ver imágenes, nada más que imágenes. Y esa imposibilidad, aquella precariedad que recae en nuestras mentes y nuestros cuerpos ̶ naturalizados como “algo normal” ̶ la suerte de varios ecuatorianos de mi generación que únicamente sobreviven al escepticismo con un ya qué chuchas, se torna en nuestro modus vivendi: apatía, resignación, depresión. Todos caerán…todos caeremos.
Por Sebastián Vera
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